Una presencia importante

Jorge se acercó semidesnudo a la ventana. Corrió la cortina. Miró el cielo. Iba a hacer un buen día. Desde la habitación se veía el río y, muy a lo lejos, la otra orilla. Era sábado, y en dos días tenía cita con el abogado por la sucesión del tío. Se alegró de que su visita a Buenos Aires hubiera coincidido con la cena de los ex compañeros de la secundaria. Dos meses antes, al recibir el primer correo electrónico, había pensado que podía ser una broma de Rubén. Pero la idea era demasiado rebuscada. El texto no tenía ni una falta de ortografía. Lo más probable era que lo hubiera escrito Mercedes. Jorge había ido leyendo día a día los correos de los ex compañeros como si fuera una crónica policial, acumulando información sobre gente a la que le había perdido el rastro. Se regodeaba con las historias pero no le contestaba a nadie. Por lo pronto, varios de los antiguos compañeros habían enviado al grupo la confirmación de que iban. En todo caso, no iba a estar solo.

Jorge abrió la valija. Desdobló el traje y lo presentó sobre la cama. Sacó una camisa celeste y la puso encima del traje. Acercó dos corbatas a la solapa. Desechó una amarilla por una roja con rayas azules. Se puso la camisa y sintió que la tela, dócil pero un tanto gruesa para un día soleado de otoño, le cubría la piel y lo separaba del aire más de lo que le hubiera gustado. Volvió a la valija y extrajo una cajita de terciopelo azul. La abrió y encontró dos gemelos dorados. Se los había regalado su hija para los cuarenta, tres años atrás. Casi no los había usado. Se puso el pantalón, se metió la camisa dentro y se ajustó el cinturón. Frente al espejo se preguntó si sería el único vestido con traje. Hacía más de ocho años que no visitaba el pueblo. La última vez había sido para presentar a su hijita recién nacida, con su ex mujer.

Jorge había nacido en un pueblo de la provincia. Vivió allí hasta los dieciocho años. Después de acabar la secundaria, la mayoría de sus compañeros se habían quedado en el lugar. Él, en cambio, fue uno de los pocos en irse a estudiar a la capital. Se inscribió en medicina pero no llegó a acabar el primer año: Anatomía I le resultó imposible. Se pasó días enteros tirado en la cama, rodeado de apuntes, mal dormido, pensando en la universidad, en sus padres muertos en un accidente hacía tres años y, la mayoría del tiempo, en Mercedes. Al año siguiente se inscribió en Derecho, haciéndole caso a su tío, que desde la muerte de sus padres se había hecho cargo de él junto con su tía. Cada dos semanas el tío lo iba a visitar a la capital y lo animaba para que no bajara los brazos, por sus padres, que hubieran querido verlo terminar una carrera. Terminó Derecho cinco años más tarde y empezó a trabajar en un estudio. Supo encontrar la forma de caerle simpático a su jefe hasta que lo ascendió. Después se le metió en la cabeza la idea de conocer el mundo. Aprendió inglés y francés al mismo tiempo. Leía los periódicos extranjeros todas las semanas. A los pocos años se fue a París a especializarse en derecho internacional. Allá conoció a una francesa y al poco tiempo se casaron. Al principio las cosas marchaban bien. Tuvieron una nena. Cuatro años más tarde se separaron. Su pareja y su hija se mudaron a Toulouse, de donde era la madre. Jorge pensó en volver a Argentina. Sin embargo, quizás por el miedo de volver y no encajar tampoco allá, decidió quedarse en París, rehacer su vida ahí y ver si lo aceptaban como profesor en la universidad.

Terminó de cambiarse. Se arregló el pelo y guardó el peine en el bolsillo interno del saco. Agarró las llaves del auto alquilado y dejó la habitación.

El camino estaba despejado. Hacía muchos años que no manejaba desde la capital hasta su pueblo. El paisaje no había variado mucho, sólo que ahora la ruta tenía más carriles. A medida que iba avanzando algunos tramos le venían a la mente, las curvas cerradas, algunas estaciones de servicio. Hacía un calor inusual para esa época. Pensó en encender el aire pero bajó la ventanilla. Sintió el olor a campo, a pasto seco, de su infancia. El aire entraba a ráfagas y le azotaba el pelo. Cuando llegue voy a tener que peinarme de nuevo, se decía, y su cabeza pasaba así del paisaje y la ruta al motivo de su viaje: el asado con la gente de la secundaria. Nunca le habían gustado mucho las reuniones, no era una persona muy sociable. De hecho, para él habían sido un suplicio las reuniones que organizaba su ex mujer en París. Sufría desde que sonaba el timbre anunciando la llegada del primer invitado hasta el último adiós en el umbral de su departamentito del septième arrondissement. Sin embargo esta reunión era diferente. Iba a ver a gente que le traía buenos recuerdos y eso lo ponía de buen humor. Todos le caían bien, excepto Rubén. Todavía se acordaba de los días que le había hecho pasar en la secundaria. Las bromas pesadas que le hacía día por medio. Los apodos que le ponía, que más que apodos eran insultos. Sus compañeros primero se reían de las bromas y después sentían pena. Para Rubén, Jorge era el tonto callado de anteojos que nunca iba a reaccionar.

En menos de tres horas vio el cartel que anunciaba el desvío hacia su pueblo. Entró por la avenida, anduvo unas cuadras y se detuvo delante de la casa de su tía, la esposa del fallecido hacía un par de semanas. La enredadera de siempre cubría parte de la fachada de la casa. En varios sectores se veían espacios sin hojas y, debajo, la pared que él recordaba blanca y que ahora era gris jaspeada de hollín. La tía debía estar en la salita comiendo, porque le encantaba almorzar temprano, mientras hablaba de las vecinas o de las noticias de la televisión con la chica que la cuidaba. Mejor pasarla a ver a la noche, pensó Jorge, porque si bajaba a saludarla en ese momento lo iba a tener secuestrado toda la tarde, y él se iba a sentir incómodo explicándole que en verdad no había venido al pueblo para verla a ella, sino a sus compañeros de colegio. A Mercedes en realidad.

¿Se acordará Mercedes de la carta?, se preguntaba Jorge. Cinco años estudiando con ella, sin hablarle nunca mucho, sin sacarla a bailar en ningún asalto ni escribirle poemas y, de golpe un día, abrumado en la capital, había escrito esa carta de la que después se arrepentiría. Fue uno de esos días que se le hacían eternos, meditando horas y horas qué hacer con su vida, dudando entre seguir con medicina, pasarse a abogacía, o más bien largar todo, volver al pueblo y decirle a Mercedes que la quería, que siempre había estado enamorado de ella y que, si dudaba de su palabra, se podían casar el mes siguiente. Todo esto lo había puesto en la carta, cinco hojas escritas en tinta azul. La última página se le había borroneado con una lágrima.

Arrancó el auto y dio un par de vueltas por el centro. Los plátanos de la plaza tenían las cortezas de los troncos descascaradas. Casi no les quedaban hojas. El árbol de una de las esquinas tenía una gran hendidura en la que se metía cuando era chico algún que otro fin de semana, mientras sus padres hacían la sobremesa en el restaurante vasco. Se metía ahí, recordaba Jorge, y esperaba un rato largo, hasta que sus padres salían rumbo al Ford Falcon. Él los veía caminar desde el tronco y esperaba a que su madre se diera vuelta y le dijera a su padre que faltaba Jorge. Entonces empezaban a llamarlo y Jorge lo celebraba como un triunfo. Salía del hueco sucio de aserrín y riéndose. Corría a toda prisa para que no supieran de dónde venía, y así poder esconderse otra vez en el tronco la semana siguiente.

Giró en la primera calle, condujo casi hasta el final, donde empezaba el campo. Estacionó delante de la casa de Rubén y apagó el motor. Desde hacía casi trece años, la casa de Rubén era también la de Mercedes. Jorge se miró en el espejo retrovisor. Buscó el peine en el bolsillo interior del saco, extendido en el asiento trasero. De la parte de atrás de la casa salía una gran nube de humo. El aire olía a carne asada. Se le hizo agua la boca. Subió la ventanilla, bajó del auto y se puso el saco. Caminó por la hilera de lajas del jardín. Había unos rosales y, al costado, una hamaca de metal blanca con manchas de óxido alrededor de los remaches. El almohadón de la hamaca estaba descocido en las esquinas y asomaba la goma espuma del interior. Se detuvo frente a la puerta de la casa. Escuchó voces de gente, de adultos pero de niños también, con sus gritos, risas y corridas. Jorge se ajustó la corbata, se aclaró la garganta y tocó el timbre.

Una mujer le abrió la puerta.

–Bueno, bueno, bueno: llegó el francés –dijo ella, con una sonrisa en la boca y un vaso de vino en la mano–. Qué sorpresa, no te esperábamos. Pero mirá qué pinta, che.

Jorge se rió y le dio un primer beso en la mejilla. Como por inercia, acostumbrado a los dos y hasta tres besos de Francia, hizo un ademán de darle un segundo beso, en la otra mejilla. La mujer, que a esta altura él había reconocido y era Laurita Lima, la mejor alumna de la división durante los cinco años, ya había regresado la cabeza atrás. Él se sintió un poco ridículo.

–Todavía no aterrizaste –se rió ella.

Jorge tomó el vaso de vino que le ofreció e hicieron un brindis. Luego fue saludando uno a uno a los que estaban en el living. Además de Laurita había otras cinco compañeras, todas madres excepto una. Tenían los pechos caídos y los culos más gordos. A varias les notó arrugas en la cara. De los hombres habían venido más. El que no estaba pelado tenía barriga. Jorge saludaba, palmeaba en la espalda, intercambiaba unas palabras con cada uno y después, mientras escuchaba hablar a la gente, contaba con la vista cuántos eran ahí esa tarde, excluyendo a los maridos, las esposas y los nenes. La cuenta le daba trece o catorce, y todavía no había visto a los anfitriones. Contar la gente en las reuniones era una manía de él, hacer estadísticas, saber qué porcentaje de los invitados había asistido. Eso era para él saber qué pasó en una reunión.

En menos de quince minutos Jorge relató su historia dos veces, con más detalles la segunda vez porque hablaba de nuevo con Laurita Lima. No era que él quisiera acaparar la conversación, sino que la gente misma le pedía que hablara. Contá vos que venís de allá. Tu vida debe ser más divertida, le decían, como si su función fuera entretenerlos. Jorge, sin embargo, comprendía a la gente y tampoco le disgustaba ese papel. La tercera vez que le preguntaron por su vida, pidiéndole que empezara “de cero”, sin entender con exactitud hasta dónde pretendían que se remontara, Jorge inspiró, tomó un trago de vino y respondió.

–Ahí vamos… qué te puedo decir. Soy gerente de área en un despacho de abogados bastante importante. Ahora estamos con mucho trabajo, demasiado. Me hago una lista de exposiciones para ir a ver pero no voy nunca a ninguna– tomó otro trago y vació el vaso–. Al fin y al cabo, estar acá o allá resulta lo mismo. Creo que me puedo acostumbrar a cualquier cosa.

Su interlocutor, Martín Ollado, con su hijo en brazos, lo miraba mudo y sacudía al nene flexionando apenas las rodillas y balanceándose.

–Pero bueno, viejo –le puso la mano en el hombro–, no te podés quejar. A más de uno nos gustaría estar en tu lugar.

Jorge asintió sin decir nada y fue en busca de Laurita Lima y de más vino. Volvió a hacer la cuenta. Esta vez le dio trece, y seguía sin ver a los anfitriones. A lo mejor se habían separado y no vivían más juntos, pensó. En eso vio una mujer rubia que caminaba por el patio con una fuente y luego se metía en la cocina. Era Mercedes. Jorge cruzó la ventana rumbo al patio y sintió que el corazón le latía más fuerte. No entendía cómo le podía estar pasando lo mismo que hacía veinticinco años. Estaba por saludarla cuando escuchó que alguien lo llamaba desde la parrilla.

–¡Bonshur, franchute!

A medida que se fue acercando descubrió que aquella silueta fofa, prácticamente calva, con una camisa de jean arremangada hasta los codos, era Rubén. Se lo veía bastante avejentado. En una mano tenía una pinza y en la otra una fuente con choripanes.

–Qué contás –Jorge le dio un abrazo flojo.

Rubén tenía restos de ceniza en la pelada y la hilera de botones de la camisa incompleta. Uno de los ojales estaba desnudo a la altura del abdomen. Debajo se veían los hilos blancos sin el botón

–No sabía que venías. Mecha no me dijo nada.

–Viajé a último momento, por otros temas que tenía que cerrar. No tuve tiempo de escribirle a nadie…

–Antes que nada agarrá –le dio un sándwich de chorizo–. Esto allá no hay.
Jorge lo miró.

–¿Todavía comés carne franchute, no? –le dijo Rubén.

Jorge se acercó el pan a la boca, se detuvo y lo alejó de nuevo. Buscó con la vista alguna servilleta.

–No me digas que te volviste vegetariano. ¿Esos son como los gays de la comida, no?
Jorge esbozó una sonrisa mecánica y confirmó que Rubén seguía siendo un imbécil. Era la prueba misma de que, por mucho que se quiera tener fe, algunos seres humanos no cambian nunca.

Al rato apareció Mercedes.

–¡Jorge! –Mercedes se tapó la boca abierta con la mano y luego lo saludó–. Por qué no avisaste nada, desgraciado.

–No me digas que no hay suficiente carne.

–Te hubiéramos preparado algo especial…

Jorge creyó ver algo de alegría genuina en esas palabras.

–Bueno, hasta hace cinco días yo tampoco sabía que viajaba. Fue todo de último momento.

–Cuánto tiempo sin verte. ¿Todo bien?

Jorge miró a Rubén, que lo miraba con la mano en la cintura, la miró a Mercedes. No podía entender cómo una chica tan linda había podido terminar al lado de semejante mediocre.

–Sí, sí –dijo–. La verdad que estoy muy bien. Con mucho trabajo, pero bien.

–Eso es bueno, no te quejes –comentó Mercedes. Miró a Rubén. Le acarició la cabeza y le limpió la ceniza.

De repente aparecieron dos nenes, uno atrás del otro. El más pequeño lloraba.

–Matías, qué le hiciste a tu hermano –dijo Rubén. Lo tomó de la muñeca casi hasta doblarle el bazo y lo llevó a lavarse las manos.

Mercedes alzó al más pequeño. Jorge le analizó la silueta: no se notaba que hubiera sido madre dos veces. El chico tenía sus mismos ojos. Pasó un momento y se calmó.

–Ahora no te va a querer soltar –dijo Jorge, más preocupado por ella que por el niño.

Mercedes daba palmaditas en la nuca al chico. El marido le lavaba las manos al mayor en la pileta del jardín. Mercedes se puso a hablar de la maternidad. Jorge la escuchaba sin prestarle demasiada atención. Se entretenía mirándole los ojos, entre grises y verdes, brillantes, que se movían de un lado a otro mientras ella hablaba sin respiro. Se acordará de la carta, se preguntaba. Porque aunque fingía cierto dolor cuando le contaba la historia a algún amigo, en el fondo le gustaba volver siempre sobre el tema. Le ayudaba a recuperar la sensación de enamoramiento de aquellos días de la juventud, algo que más adelante no había vuelto a sentir. En su versión de la historia, el de él había sido un amor no correspondido y rechazaba toda objeción de inmadurez que le hicieran. Mercedes dejó al niño en el piso.

–Te juro que no doy más, eh. Son dos, pero es como si fueran veinte. No paran ni un minuto. No sé qué más hacer. De chicos no éramos tan bravos.

Jorge sintió una pequeña decepción. Mercedes no estaba pensando en la carta de hacía veinticinco años.

–¿Seguís con el tema de las flores? –le dijo él.

–No, no, ni me hables. Al final tuvimos que cerrar la empresa. Cuando tuve a Martín ya no podía dejarle los dos chicos a mi madre: era mucho lío para ella. Yo tampoco podía con todo. Empecé a traspasarle cosas a mi hermana, que trató de seguir con el negocio como pudo.

Jorge la miraba serio.

–Después vino la hecatombe y bueno, no vendimos nada en cinco meses… Se fue todo a pique.

Y tu marido no debe haber movido ni un pelo, pensó Jorge y levantó la vista, buscándolo en el patio, como quien reconstruye un crimen ante un jurado.

–Estuve muy mal todo un año. Después me agarró lo de la columna, me pasé otro medio año de médico en médico. Para qué te voy a contar.

Jorge asentía y cada tanto emitía un sonido de aprobación, como sumando ítems en una lista, su lista de acusaciones.

–Decí que Rubén se portó como un grande –dijo Mercedes.

La cara de Jorge se desencajó. Mercedes tomó un trago de agua y continuó.

–Consiguió un préstamo en la maderera y me dio una mano con la liquidación. Y en el tiempo que le quedaba empezó a trabajar un remís. Hizo de todo. Lo veía venir a la noche y me daba pena. No sé cómo se la bancó, el pobre. Para sacarse el sombrero.
Jorge miró a Rubén, que preparaba una mesita aparte para los nenes.

–Les podría haber dado una mano, de haberlo sabido… –dijo Jorge al final.

–Gracias. Pasa que viste cómo es él. No le gusta pedir nada a nadie. Si ni siquiera va al médico para no depender de otro.

Los nenes se sentaron en sillas pequeñas. Rubén les sirvió gaseosa. Jorge intentaba rebobinar la conversación en su cabeza para cerciorarse de lo que acababa de escuchar. No podía ser cierto, Mercedes elogiando a ese tipo.

–Vamos adentro que la gente ya debe tener hambre –dijo Mercedes.

Los comensales se fueron ubicando en sus sitios. Rubén apoyó la carne en la mesa y se sentó en una de las cabeceras. A su lado se ubicó Mercedes. Jorge se sentó entre Mercedes y la esposa de Martín Ollado. Se puso la servilleta de papel en la falda. La bandeja con la carne empezó a circular y cada uno se fue sirviendo. Cuando le llegó el turno a Jorge, dudó un poco y luego se sirvió un pedazo de vacío. Separó con cuidado la piel y los bordes con grasa. Se llevó el tenedor a la boca. La carne estaba demasiado cocida y tenía gusto a quemado.

Rubén golpeó el borde de una botella con el tenedor. Levantó su vaso y pidió un brindis.

–Por el reencuentro –dijo–, por el Saavedra y por los que vinieron de lejos.

Jorge, que estaba distraído contando la gente, esta vez la cuenta le daba quince, giró la vista hacia la cabecera. No había entendido bien qué había dicho, pero sabía que se acababan de referir a él. Chin chin, repetía Rubén a cada choque de copas, estirando el brazo y levantando apenas el culo de la silla. Al final chocó la copa de Jorge.

–¡Salud, franchute!

Rubén sonreía con la copa en la mano. Mercedes pidió disculpas y salió al patio. Jorge acumuló en un costado del plato los restos de carne reseca. Seguía pensando en las palabras de ella y analizaba con detenimiento la cara de mendigo de Rubén: le faltaba un diente al costado de los dos frontales. Esto, que en otro momento podría haberlo alegrado tan sólo por marcarle la decadencia de alguien que no fuera él, ahora lo hundía todavía más.

–¿Qué te sirvo, franchute? –lo interrumpió Rubén.

–¿Hay algún pedacito de carne no tan cocida? –dijo–. Hace mucho que no como un buen asado.

–Con tal de que no te vuelvas vegetariano, cualquier cosa.

Mientras Rubén le servía la carne en el plato, Jorge se pasó la lengua por la dentadura sintiendo cada uno de los dientes. No entendía cómo Mercedes podía aguantarlo. La divisó en el jardín atendiendo a los chicos. Les limpiaba la boca y las manos con una servilleta. A su lado estaba la esposa de Martín Ollado. Conversarían sobre el colegio de los nenes, las maestras. Se convirtió en lo que siempre quiso, pensó Jorge, en una madre de pueblo.
Poco a poco, la gente fue dejando de comer. Algunos se fueron a fumar al jardín. Otros recogieron la mesa y volvieron al rato, con termos con café. Jorge pidió un café solo. En ese momento volvió Mercedes y se sentó en su sitio. Él le fijó la vista. Al fin ella giró la cabeza y le sonrió. Jorge sintió que, aunque ella no lo dijera, su presencia le inspiraba respeto.

–¿Estoy dando clases en La Sorbonne, te conté? –y supo que ella empezaría a arrepentirse de haberlo perdido.

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8 respuestas a Una presencia importante

  1. Verena dijo:

    Buenísimo Pato! me gustaron mucho todos los cuentos que publicaste hasta ahora. Con este, ya cuando me acercaba al final temía por lo que sucedería pero acá no le metiste ningún giro inesperado…

  2. Luis García Ferreras dijo:

    Grande Pato!!

  3. Claudio dijo:

    Muy bueno Pato! Como siempre! Un abrazo!

  4. Carlos Villarreal dijo:

    Muy bonito cuento Pato Bottos, felicidades

    • Pato Bottos dijo:

      Hola Carlos,

      Gracias por el comentario. Ahora te envío una invitación a la lista de subscriptores del blog para recibir los anuncios de las publicaciones de los cuentos. Un saludo, Pato.

  5. Leti dijo:

    Muy bueno Pato!!!beso!!

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